Cuando todo se clausuró por la pandemia del Covid-19 tuvieron que dejar sus respectivos trabajos y ahora observan impotentes cómo la inflación devora el poco dinero que producen.

Fátima, Stéfani y Carlos Alberto acuden cada día a un comedor popular en La Boca, barrio tradicional de Buenos Aires. Cuando todo cerró por la pandemia de Covid-19 tuvieron que dejar de trabajar y ahora ven impotentes cómo la inflación devora el poco dinero que producen.

“Vengo al comedor desde hace cinco meses. Nunca antes tuve necesidad. Siempre tuve trabajo y ganaba bien, pero después de la pandemia ya no. Todos los días mando currículum, nadie me llama”, dice Stéfani Chinguel, de 23 años.

En un envase, esta joven se lleva dos almuerzos: Uno para ella y el otro para su compañero, que sí tiene un empleo formal en una tienda pero con un salario que no les alcanza. “A mi novio a veces le aumentan el sueldo, pero 1.000 pesos (9 dólares), no va acorde con la suba de precios”, que este año acumula 41,8% y es una de las más altas del mundo. Entre los trabajos que hizo desde los 18 años, Stéfani cuidó ancianos y vendió automóviles.

Ahora va al comedor no solo a buscar comida sino también la oportunidad de que le den un empleo en la cocina, que es recompensado con un subsidio estatal equivalente a la mitad del salario mínimo de 32.000 pesos mensuales (300 dólares al tipo de cambio oficial). “Mucha gente quiere entrar a trabajar aquí, pero no hay cupo”, lanza Edith Cusipaucar (40), madre de 4 hijos, quien desde hace años está en el comedor.

Esta mujer recibe también del Estado 15.000 pesos mensuales (145 dólares) como asignación por sus tres hijos más pequeños. Pero todas las noches sale a vender comida en un puesto callejero. “¿Usted cree que con un sueldo de 15.400 pesos se puede mantener a una familia?”, pregunta. En La Boca y en otros barrios desfavorecidos de la capital argentina como el Bajo Flores han surgido comedores casi en cada esquina, que son gestionados por movimientos sociales con ayuda del Estado. La mayoría ocupan pequeños locales y entregan la comida para llevar.

Trabajo informal. Fátima Gómez trabaja en una empresa de mantenimiento y, aunque no perdió el empleo, durante la cuarentena en 2020, y también después, se encontró con que no había oficinas para limpiar.

En consecuencia, su salario fue reducido prácticamente a la mitad y por primera vez en su vida fue a buscar almuerzos a un comedor popular, donde le dan para ella, sus tres hijos y su nieta. “Trabajo para sobrevivir. Si yo no retiro la comida, no llegamos a fin de mes. No alcanza. Capaz que comés al mediodía y a la noche no”, explica esta mujer que vive en un conventillo (pensión) desde hace 20 años.

Carlos Alberto Álvarez, de 61 años, es vendedor ambulante, pero dice que ni siquiera eso se puede hacer ahora. “En la calle, los policías nos corren. No nos dejan trabajar”.

“Vengo por la necesidad, por el hambre. No hay trabajo, por eso venimos a buscar la comida”, afirma. La tasa de desempleo fue de 9,6% en el segundo trimestre de este año, mientras que la subocupación alcanzó a 12,4%. El índice de pobreza es de 40,6%. “La pandemia aceleró procesos que ya se venían dando en el mundo, donde cada vez había más trabajo informal y trabajo no reconocido. Cuando de un día para el otro se frena la circulación de personas y, en consecuencia, de la economía, queda expuesto un sistema que no estaba preparado para incluir a todas las personas”, destaca Ezequiel Barbenza, profesor en la Universidad del Salvador.